Francis Nicolás

"Espacio donde se depura el proceso de encarnación del pensamiento."

miércoles, 21 de diciembre de 2011

14. 50 € por una sonrisa
(Cuento de Navidad)


Aquella mañana se volvió a proponer vivir la Navidad de un modo especial. Todos los años le venía esa sensación de repetición consumista que la hacía renegar de ella y, en algunos momentos del día, proponerse no pasar de una sopa cubierta en las Grandes Cenas, un yogur de postre y dar la espalda a tanto dulce obsceno y azucaradamente erótico que le metían a una por los ojos en aquellas fechas.
      ¿Cómo se motivaría aquel año? De nuevo tuvo que proponérselo. Y es que el cuerpo le pedía más cuaresma y viernes santo que flor de pascua y muérdago. 
Su situación económica no era, desde luego, la más boyante, pues volvía a estar en el paro por enésima vez en cinco meses. Andaba desterrada de su familia décadas y sus amigos de cafetería se disipaban como neblinas matutinas en cuanto se olía a polvorón desde lejos. 
Así que, con menos ganas que dinero, se levantó aquel día 22 de diciembre con el propósito de hacer de la Navidad algo especial. Imaginación no le faltaba. Siempre había sido muy creativa e ingeniosa, como demostraba el belén hecho con envases de petit suisse y botellitas de actimel  atipladas de rotulador permanente que se sostenían a malas penas sobre un suelo de paja artificial y piedras de río. Aquella bulliciosa aldea estampada en el aparador de la entrada. O el árbol de Navidad que, orondo y papanoelesco, ocupaba prácticamente medio comedor de su loft, cargado de botes de atún en escabeche, en aceite de oliva, de girasol… de fuagrás, con las tapas por otro lado… y bolsas de plástico momificadas en ingeniosas guirnaldas, con forma de divertidos miriápodos hechos a tijera y paciencia.
Pensó, por fin, salir a la calle y, sencillamente, mirar a la cara de toda la gente con la que se encontrase y la cara que le devolviera la sonrisa más sincera y navideña, sería merecedora de un premio… Pero, ¿Qué premio? Se golpeó la nariz con el nudillo, miró al techo y al final se decidió:
- 50 € tal vez sean lo menos navideño, pero posiblemente lo más eficaz.
Con cincuenta euros, además, el premiado o la premiada tendría un abanico de opciones decente, aunque para ella, 50 euros, viniese a ser un riñón… o dos.
Tras dos o tres esquinas empezó a darse cuenta de que su peculiar sorteo no iba a obtener un resultado tan sencillo como cabría esperar pues las sonrisas andaban grisáceas, difusas, temblorosas, mecánicas, huidizas, miedosas. Los dientes andaban con poco esmalte de fe y menor mueca de esperanza. Incluso los niños gesticulaban más con los ojos que con las sonrisa. Eso sí, mucho dedo para señalar, coger y exigir y mucha mano en los bolsillos. Notó que la Navidad andaba peor por ahí fuera de lo que ella pensaba. Hubo sonrisas que se esforzaron por parecerlo. Otras bonitas y sensuales, tal vez para tomar una copa con ellas, pero no para ser premiadas en Navidad. Otras sonrisas desagradecidas como beso de muerta; otras exiliadas que sonreían mientras miraban para otro sitio: a un taxi, a un autobús, a un reloj, a un hermana prisa perpetua. Hubo quienes la fingían descaradamente, aun desconociendo que había un bigote de cincuenta pavos para esa sonrisa. Otros la llevaban congelada de bótox, otros pintada de carmín, otros grapada o cogida con dos chinchetas de cabeza dorada; otros atornillada al postureo, otros con un falta de dentista (o de cepillo y dentífrico en su defecto) que tiraba para atrás – literalmente- : vacías, huecas, torcidas, sesgadas, demasiado inocentes, demasiado culpables.. algunas apetecibles de amistad, cómplices, pero escasamente navideñas. Se acercó a ancianos, a niños, a adolescentes, a inmigrantes, a gitanos, a altos, a gordos, a bajos, a ejecutivos de trajes de Armani (o quasiarmani), a popadas señoras con aires beatíficos – de beata-: variadas, refrescantes, enérgicas, tímidas, complacientes, provocadoras, avaras, mecánicas, cansadas… pero escasamente sinceras y/o navideñas.
Empezó a caer la noche y tan sólo había tenido la duda en dos sonrisas: la de un niño que andaba jugando con un muñeco haciéndolo volar en rasante por un murete de un Banco de renombre mundial, y la de un mendigo que sobre un cartón de leche había escrito con pésima ortografía, más que probablemente fingida, su caótica y aciaga biografía. El primero andaba en su mundo y no quiso bajarlo de su aventura, y al segundo le dejó caer cincuenta céntimos en el platillo y, aunque la sonrisa fue bonita diáfana y muy navideña, había sido tras haber recibido ya un premio… no era justo que recibiera dos.
Pese al fracaso de su tentativa y a la constatación preocupante de que la tan manida crisis también había alcanzado con su virus a la Navidad y a su espíritu, se encontraba satisfecha y repleta. Comprobó lo gratificante que puede ser andar entre gente viva, móvil, vital, con sus problemas, tristezas, penurias, miserias, falsedades, errores, rencores, rencillas, ilusiones, miedos… y llegó a la conclusión de que la Navidad, en cierta manera, era la suma de todos aquellos sentimientos, muestra indubitable de que seguíamos vivos por estos mundos… con la intención catárquica de aparcarlos cada año, aun siendo crónicos y perennes en la mayoría de los casos.
Dejó caer las llaves con riesgo de tumbar al San José de fresa que, con arqueadas y pobladas cejas de filtro de cigarrillo, miraba la chapa de coca~cola que hacía de niño. Pasó rozando con el hombro las latas de fuagrás del extremo oeste de su árbol y entró en su habitación.
Al menos había cargado las pilas. Haber sumado tanta humanidad y realismo le hacían  sentirse más navideña que nunca. Así que esbozó una amplia sonrisa y, exhausta, se dejó caer a peso muerto en su cama, que llevaba sin hacer una semana…
En el espejo de enfrente, el que hace de luna del armario ropero donde guarda sus hatos,  la joven que acababa de sonreír se dijo:
- ¡Por fin! - exclamó dando un bufido de satisfacción.
Y dio unos golpecitos sobre el bolsillo en el que se encontraban los 50 €.

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