Francis Nicolás

"Espacio donde se depura el proceso de encarnación del pensamiento."

miércoles, 12 de octubre de 2011

5. El pozo (cuento)


     Esa sensación la había soñado. Y recuerdo haberla soñado con la misma intensidad casi que vivida. Pero entonces, en aquel dormisueño, febril y nervioso no era capaz de ver lo lejos que, aunque no lo parezca erróneamente, está el sueño de la realidad. Fue un instante del que llevo arrepentido un rato. Y es que mi malsana curiosidad de creador siempre en potencia me llevó a asomarme a aquel diminuto brocal de ojo tuerto y negro. Ya el primer aliento de su eco me trajo aromas a putrefacción, desconsuelo, negrura y soledad. Pero es que esa malsana curiosidad que nuestras neuronas histéricas y de fiesta provocan en la punta de nuestros sentidos siempre ha llevado al hombre a determinarse, a actuar. Yo no actué. No al menos conscientemente. Me apoyé, miré, hice un gesto de desagrado y entonces, como perseguido por una maldición premonitoria, el brocal cedió y me vine abajo cual largo soy. Los cascotes hacen de explorador, de aviso, de vigía, allá en el negro fondo, pero guardan silencio, tal vez sobrecogidos por aquel movimiento que les ha sido dado sin esperarlo y que parecen disfrutar en silencio, con los ojos cerrados, ajenos al destino de destrucción e impacto que les espera. Intento sacudir de mi cabeza la consecuencia del pasado que me llevó a éste mi presente por considerarla harto inútil. Es curioso como, cuando uno comete un error en el pasado que le trae estas o aquellas consecuencias en su presente, se devana por intentar desentrañar las oscuras y entretejidas razones que le llevaron a tomar esta o aquella determinación, como si desatar ese nudo gordiano de lo absurdo, incluso de lo inocente, solucionara en algún adarme la consecuencia que se te avecina. Lo que no tiene remedio ya está remediado.
      
     ¿Por qué me asomé? ¿Por qué no marché a lo alto de la colina donde la luna terminaba de lamer su herida en los chopos de chocolate del fondo de la quebrada? ¿Por qué no siguiendo la estela hogareña del aroma de tasajos en la lumbre o el cacharrear de madre entre pucheros vine a llamar sobre el gastado roble de mi infancia? ¿Por qué no anduve hasta la Peña Pico que sirviera antaño de atalaya a mis bocetos adolescentes de poemas sobre reinas, jaques, peones y tableros infinitos…? ¿Por qué no amé esa noche a Inspiración, le hice el amor como tantas otras y yacimos exhaustos y con la piel de nardo mirando a las estrellas como otras tantas? Desde luego son preguntas legítimas, pero carentes de sentido ahora que caigo. Claro que, en otras circunstancias, reflexionar sobre errores puede ser útil en situaciones análogas. Bien por semejanza, bien por contigüidad, o bien por causa-efecto, reflexionar sobre el porqué de consecuencias te puede ser útil… y legítimo… para la siguiente… pero no aquí, cayendo, persiguiendo el eco de unos cascotes que se precipitaron primero. No, cuando la muerte no da opción a rectificar, ni pulsar C en tu calculadora. No, cuando no hay siguiente.

     El caso es que estoy cayendo. Y lo hago a una velocidad considerable. Soy de corpulencia recia y es posible que ochenta kilos multiplicados por la raíz de la gravedad por la altura… auguren un buen tortazo. Además, me deslizo por un cilindro que casi es de mi talla. Vendrá a ser una XXL holgadita. Tengo los hombros magullados y un tanto desollados por el roce cuando el pozo gira ligeramente. Apenas puedo mover los brazos y separarlos del cuerpo, aunque, a esa velocidad, sería inútil intentar agarrarse a sus paredes, pues reventaría el húmero como si fuera un palillo chino. Aquí dentro, y con la muerte al final, es complicado calcular el tiempo que llevas cayendo. Es complicado incluso pensar en uno mismo y en tu propia existencia, ¡es difícil pensar! La primera parte del descenso la pasé sufriendo, cerrando los ojos de tanto en tanto cuando mi mente se adelantaba en vano a prediseñar el impacto y el momento crucial de la muerte. También hace rato que, igual que los ojos se acostumbran a la oscuridad, el vacío de mi estómago ya se acostumbró al pesó de la gravedad, a la atracción carnívora del centro de la tierra con tu insignificante cuerpo – por muy ochenta kilos que pese..-presto a consumirte, precisamente del mismo azar del que viniste, o del mismo sueño de un dios, o de algunos que se amaron.

     Me aburro. Llevo cayendo una eternidad. Y sigue sin pasar nada. Hace frío y huele a humedad. Me duele la cabeza, y empiezan a molestarme en exceso las laceraciones de los brazos. Deseo morir. Deseo que esto se acabe. No soporto que empiece a darme igual. Cuando a uno la muerte le da igual, lo mejor es morirse. Y esto es una estupidez de rutina arrutinada.

     La verdad – y ahora me sonrío – es que si a mí me llegan a decir que mi destino sería negro… ¡Y tanto! Pero de ahí a llegar a poder si quiera imaginar morir así. Desde luego, es un modo curioso, haber acertado con un pozo que es una sima infinita… No podré estar cayendo más de unos días. No hay agua, moriré antes de sed, claro... pero, ¿a que es complicado plantearse que uno morirá de sed mientras cae en peso muerto por un cilindro desquiciante?

     Bien pensado, la vida y este pozo guardan curiosas similitudes. La vida te ofrece la  oportunidad de la libertad sensorial. La ausencia de los sentidos aquí en este camino de tornillo te deja poco margen salvo pestañear, tragar con dificultad y sentir frío, negror y ausencia… Vuelvo a sonreír pensando en el alma de más de uno que debe estar privada de esta sensorialidad y cayendo sin saber hacia dónde, prisionera en un cilindro desquiciante que apenas da explicaciones, esperando dejar de vivir y sufrir el violento impacto de la muerte cuando menos se lo espera. Ardua labor la del alma o la inteligencia, cayendo semi-eternamente por el pozo de la vida. Al menos cabe la opción de la supervivencia – o supermorencia…- para el alma, en el caso de que el fondo del pozo nos sorprenda con nuevas luces…

     Pero, ¿qué estoy diciendo? Curiosa la inteligencia humana, pues acaba de servirme en bandeja mi propia duda…

    ¿Ya soy sólo alma? Y si es así, ¿desde cuándo dejé colgado mi cuerpo en algún saliente de este cilindro desquiciante? Si tuviera que dar una respuesta absoluta, no sería capaz, la verdad, de distinguir si ya sólo soy inteligencia, o sigo pesando como un fardo maloliente y estresado. Porque si es sorprendente ver cómo se distingue la realidad del sueño, apenas soy capaz de distinguir la vida de la muerte así…

    ¿He muerto ya? ¿Dije adiós a lo sensorial? ¿Acaso no peso? ¿Acaso mi inteligencia como los ojos a la oscuridad, como el vacío de mi estómago al vértigo, se acostumbró a la muerte con tal suavidad y dulzura que no noté cambio alguno al pasar de gusano a crisálida?

   ¿Qué opinas tú, lector atónito, que te devanas los sesos por desgranar esta paranoia?  ¿Crees que vivo o crees que ya toqu…


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